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Sábado 19/06

Es probable que lo monstruoso nos remita a lugares ríspidos, a territorios que alberguen criaturas imposibles, deleznables, fantásticas.

Es igualmente probable que lo monstruoso nos depare un momento de súbita ternura ante la fragilidad del sujeto u objeto monstruoso.

Así como Frankenstein puede ser – y ha sido mostrado – como un ser repulsivo y mortal, no es menos cierto que puede, por momentos, ser entrañablemente querible al adoptar una actitud casi romántica.

Todos podemos ser monstruos y producir cosas monstruosas, no es necesario ser una criatura imaginaria ni fatal.

De las múltiples acepciones que tiene la palabra monstruo, tal vez el denominador común sea la preponderancia de lo diferente, la exacerbación de la imagen especular de lo que somos transfigurada en lo que resistimos ser: Ser monstruo o realizar actos monstruosos está inscripto en la naturaleza humana, y tal vez sea, en algunos casos, mucho menos reprobable que la belleza vacía y sin sentido.

Borges, en el prólogo de su Libro de los Seres Imaginarios decía:

El nombre de este libro justificaría la inclusión del príncipe Hamlet, del punto, de la línea, de la superficie, del hipercubo, de todas las palabras genéricas y, tal vez, de cada uno de nosotros y de la divinidad. En suma, casi del universo.”

La literatura, el teatro, las artes en general se han valido de lo monstruoso para encausar muchos de sus mensajes. Desde Frankenstein hasta Alien, de Drácula a Quasimodo, los monstruos ocupan un lugar destacado en el inconsciente colectivo. También las culturas han usufructuado lo monstruoso: del Yeti al chupacabras, desde el Nahuelito a los relatos de antropofagia de las culturas indígenas mesoamericanas, ese componente revulsivo y subyugante que encierra lo monstruoso sirve como elemento catártico y como chivo expiatorio de males propios y ajenos.

La vida cotidiana también nos ha dado monstruos y situaciones monstruosas. Las dictaduras latinoamericanas, el Tercer Reich, las bombas de Hiroshima y Nagasaki, los pedófilos de la Iglesia son algunos ejemplos de la monstruosidad llevada al extremo. Y en una escala muchísimo menor pero no por ello menos cierta, la alienación diaria de nuestra vida en ciudades nos da una dimensión distinta pero inexorable de nuestra propia condición, voluntariamente aceptada.

Rafael Argullol, dramaturgo y escritor español, reflexiona sobre lo monstruoso. Dice: “Creo que lo monstruoso es uno de los ámbitos más importantes de toda la formación humana. Pienso con sinceridad que esa importancia radica en dos hechos aparentemente contradictorios: por un lado lo monstruoso es la cristalización de nuestros miedos, de nuestros temores, pero simultáneamente lo monstruoso es la insinuación de un espacio de libertad. El monstruo tanto nos evoca el miedo como aquello que va más allá de la realidad inmediata, aquello que va más allá de las fronteras, diríamos, de lo que nosotros podemos contemplar con los ojos directos de los sentidos, para introducirnos en los ojos de la imaginación, libre de ataduras en el terreno de la fantasía. Yo pienso que cuando el niño empieza a educar su miedo y su libertad a través de lo monstruoso, lo que hace es un movimiento muy intenso que posteriormente va a reproducir el adulto a lo largo de todas las etapas. Yo creo que en ningún momento el adulto deja de sentir esa especie de doble movimiento por el cual lo monstruoso le provoca pavor, pero le provoca al mismo tiempo fascinación. Lo mismo diría incluso desde el punto de vista de la colectividad humana: nosotros en cuanto a colectividad, parece que no podamos vivir sin lo monstruoso. Por un lado lo monstruoso nos asusta, lo monstruoso en forma de guerra, de amenaza, etc. Pero al mismo tiempo necesitamos pensar, imaginar y recrear criaturas que estén más allá de lo inmediato, más allá de lo que es lo puro palpable en la cotidianeidad. Entonces lo monstruoso tiene esa importancia doble en la historia del hombre, que cuando no existe lo inventa.

Antonino Serra Cambaceres

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